Muros de sed

(De raíces, fronteras y otros espejismos)
Capítulo 1 Agua
Jacinto no tenía más de dieciséis años y era tan flaco y estirado que todo el grupo había consensuado en apodarlo el Seco. Y de veras que Seco estaba seco de los ojos y la boca. El Seco, ya no podía caminar y todo el tiempo traía la lengua de fuera: “Órale Seco, camínale, no vez que ya casi llegamos. Haz el último esfuerzo”. El Seco miró a Miguel con sus ojos vidriosos; era lo único de humedad que le quedaba en su cuerpo. Entreabrió sus labios con dificultad y una nata de espesa saliva colgó por su boca. Algo quiso decir, pero no pudo, el ruido del helicóptero de la Border Patrol obligó al Coyote a gritar a todo pulmón: “Al suelo cabrones que hay viene la migra”. Miguel cayó encima del Seco y podía percibir perfectamente los movimientos desesperados de su tórax para poder respirar. El Seco estaba hirviendo pero no tenía ni una sola gota de sudor. Las luces del helicóptero se movieron por todo el desierto, la más cercana pasó como a un metro de donde estaba tirado el grupo de indocumentados. Todo ocurrió tan rápido que no te diste cuenta cuando el Seco empezó a convulsionar. Pasaron unos cuantos minutos entre que los reflectores buscaban en el pedregoso y árido baldío. Debajo de ti, el Seco empezó a jadear desesperadamente. Entre los estertores alcanzaste a escuchar la última palabra de Jacinto: “Agua, agua”, dijo con la boca seca.
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Raúl alcanzó todavía a echarle una miradita al horizonte antes que la brisa lo cubriera totalmente. Desde allí, parado en el antiguo muelle de una de las petroleras más poderosas de California, una plataforma marina parecía emerger entre el mar y la niebla; un mitológico monstruo griego, medusa con cabellos de acero que vomitan fuego. Cada vez con más fuerza, el mar comenzó a golpetear contra los cimientos del muelle haciendo crujir la madera de roble. Por la mezcla de sonidos, a Raúl le pareció que el piso sobre el que estaba parado era más frágil de lo que pensaba. La humedad en la cara lo hizo limpiársela un par de veces con el dorso de la mano. Cuando se mesó el bigote, el sabor a sal se le impregnó en los labios. A punto de la náusea escupió para librarse de la sensación, pero no le fue tan fácil, “carajo”, pensó, “pinche agua, de tan salada para qué sirve, ni siquiera para dejar un buen sabor de boca”.