Urge revisar la laicidad y la libertad religiosa

México requiere una urgente conversación madura sobre las cualidades de la libertad religiosa en el marco de un moderno Estado laico y una laicidad propositiva. Esta necesidad se vuelve urgente ante la reaparición –y proliferación– de fenómenos políticos en las democracias liberales modernas que explotan la dimensión religiosa con fines autócratas y de mesianismo despótico. El tema exige una renovada revisión de conceptos y una apremiante prudencia para su abordaje.
En medio de la multicrisis global, resurgen nociones y mecanismos de orden y control que fueron tristemente populares en el siglo pasado; y que hoy se han potenciado mediante los modernos avances tecnológicos. Los grupos de poder utilizan herramientas políticas y propagandísticas para construir imágenes de líderes ‘providenciales’ cuya misión es la de redimir a la sociedad de alguna opresión (real o ficticia) y mostrar el destino histórico de un pueblo sobre los otros. Al mismo tiempo, se pretende eximir a dichos líderes, militantes y novopartisanos de todo orden legal que sea inconveniente para sus intereses.
Para este nuevo perfil de ‘líder político’ y sus seguidores –cuyos valores políticos se adoctrinan desde un sectarismo puritano–, los asuntos de identidad, espiritualidad, fe y reivindicación de ritualidades mítico-religiosas son centrales. Están en el corazón de su discurso, en sus certezas ideológicas, en la identificación de sus aliados y mártires; así como en la categorización de sus enemigos.
Bajo este contexto global suceden extravagancias político-religiosas con intereses muy complejos. Por ejemplo, Donald Trump ha convocado a “la defensa de la oración en escuelas públicas”, asegurando que le motiva defender “los derechos religiosos” de los estudiantes. Sin embargo, el magnate sólo habla de fomentar la Biblia cristiana y promover a sus partidarios a la exaltación beatífica. Si su planteamiento fuese auténtico, su llamado también fomentaría al ateísmo y a otras identidades religiosas registradas oficialmente en Estados Unidos, como el pastafarismo, la Iglesia de Satán, el nuwaubianismo o la Iglesia de la Eutanasia.
Algo semejante sucede en España, donde líderes del nacionalismo-cristiano exigen prohibir la expresión pública del islám para “defender a los españoles”. Lo hacen sin reconocer que muchos de esos españoles son ya musulmanes y que, probablemente, asumirán un rol de referencia formal en sus localidades. Quizá entonces veamos a esas organizaciones políticas congraciándose con ellos por respaldos electorales.
En México, el tema no es menos complejo. En semanas recientes dos actos aparentemente distantes han despertado inquietud: la pasada ceremonia de entrega de bastón de mando con purificación espiritual a los ministros de la nueva Suprema Corte de Justicia de la Nación y la celebración del Congreso Nacional Masónico convocado y organizado por un senador de la República.
Ambos actos provocan intranquilidad en la lectura del Estado laico tradicional mexicano –más anticatólico que neutral– pues, aunque no involucraron a organizaciones o instituciones religiosas formalmente constituidas y registradas como Asociaciones Religiosas ante Gobernación, sí legitimaron en el espacio público-político a muy particulares concepciones de espiritualidad trascendente, de ritualidad mistagógica y de estructuras iniciáticas y jerárquicas cuya principal tarea es preservar un corpus doctrinal ideológico que estructura la realidad y la creencia de sus miembros y sus prosélitos.
La necesaria conversación sobre libertad religiosa moderna, centrada en la dignidad de la persona y que supera la visión estatista y legalista, implica hablar también de la libertad de pensamiento, conciencia, expresión y organización de todas las manifestaciones que reconozcan una realidad espiritual trascendente, que planteen la invocación divina o escatológica ritualizada, que propongan una forma de comportamiento moral que trascienda al grupo, que se organicen en estructuras simbólico-jerárquicas bajo la convicción de sus misterios y que trabajen por conseguir prosélitos para sus causas metafísicas.
Porque estas y otras manifestaciones religiosas, pseudo religiosas y pararreligiosas usan a las estructuras político-económicas y están siendo usadas por intereses políticos concretos para legitimar el poder, para justificar el mesianismo ideológico y para poner en operación cierta moralización social idealizada. Y aquí la responsabilidad es tanto del poder político como de los liderazgos religiosos que se utilizan mutuamente en una instrumentalización de sus fueros y capacidades de movilización.
Si no abordamos esta complejidad, se mantendrá una simulación de tolerancia; prevalecerá el error de considerar que son los aparatos del Estado los que “garantizan la libertad religiosa, de conciencia, de credo, de culto y de pensamiento” a la persona; y persistirá el pernicioso aprovechamiento de las identidades religiosas en México con fines políticos o propagandísticos.
La laicidad propositiva no se limita a la separación entre lo estatal y lo religioso ni al ordenamiento de las religiones bajo los marcos legales que gestione el Estado, sino al reconocimiento de que la libertad de religión, conciencia, pensamiento y expresión existe por la dignidad intrínseca del ser humano, de su persona, y no por concesión de las estructuras de poder. Desde esa certeza, podríamos proponer una responsable y transparente cooperación activa con las distintas confesiones y creencias presentes en la sociedad. Una cooperación que no promueva una particular identidad religiosa sino la diversidad de expresiones que, desde el su propio factor religioso o secular, articulan las dinámicas sociales hacia el bien común.
De lo contrario, la connivencia y confabulación política, así como la alineación de intereses mundanos disfrazados de espiritualidad o tradición religiosa, continuarán creando tragedias polarizantes, integristas y discriminatorias como las que hoy desgarran a no pocas democracias contemporáneas.
Director VCNoticias.com
@monroyfelipe