Muros de sed

De raíces, fronteras y otros espejismos
En la entrega anterior del capítulo Wailing-gemido: https://quadratin.com/opinion/muros-de-sed-23/
- El Micke acaricia el mango de su navaja 007. Mientras pasa la yema del dedo índice para probar el filo, recuerda todas las carnes que ha hoyado. Mientras lo hace sabe que lo pasado pesa, pero que lo más impoprtante es lo que viene. Ya estuviera, se dice para sí.
Capítulo XXIV, Xenofhobic
El viejo Joaquín cortó cartucho. La bala cayó friamente en la recámara del tambor de acero. Luego de escuchar el ruidillo metálico, instintivamente Joaquín deslizó el dedo en el gatillo. Todos los sentidos aguzados. Oídos de venado. Músculos en tensión. A lo lejos una sombra cerca del muelle. El sol hacía ya rato que se había hundido en el mar. No estaba seguro de lo que tenía que hacer. La rabia lo impulsaba a hacer las cosas sin siquiera pensarlas. Era un animal de monte en busca de presa. Ayuno de venganza. Se acercó sigilosamente, sus pies se hundían en la arena dejando un rastro perfecto para ser seguido. Caminaba muy despacio como si quisiera no llegar nunca a la cita. Estaba desganado, animal al matadero. Tal vez las cosas no tuvieran que terminar así, todos luchaban por sobrevivir en tierras extrañas. Coyote protegiendo a sus cachorros. Y pues, era seguro, inevitable que por hacerlo, de vez en cuando se perjudicaran los intereses de otro paisano. Gajes del oficio. Porque de que uno tenía que partirse la madre con quién se le atravesara en su camino, era ley. Ni para atrás ni para adelante. ¿Pero morder la mano que nos dio de comer? Eso ya era otra cosa. Y de todas las chingaderas que este mundo tenía, daba la casualidad, que la única que no toleraba era la traición. El viejo pensaba que la fidelidad era la única cosa buena que le quedaba luego de haberse bañado de tanta mugre. Todavía lejos de su adversario y al parecer aún sin ser visto, Joaquín se sentó en la arena húmeda. Decenas de cangrejos minúsculos corrían a su alrededor. Algunos chocaban entre si buscando dirigirse a un lugar seguro. Los más fuertes paraban de cabeza a los más débiles, que luego del esfuerzo por ponerse nuevamente de pie, abandonaban el lugar rápidamente buscando superar la desventaja. Los paisanos eran cangrejos apretujados en una playa gringa. La lucha por acomodarse era tan feroz, que no importaba quitarse de encima al que fuera que se atravesara. Aquí nadie conocía a nadie. O sí, pero cuando le convenía. Ni los gringos eran los gringos ojetes de todos lados. Había que quedar bien con ellos para conservar el empleo. El perro que le mueve el rabo al amo. Lamerle el culo si era preciso. Todo fuera por sobrevivir. Y cada día se ponía peor el asunto. Con cada temporada de trabajo, más mexicanos llegaban a tierras californianas a buscar jale. Los tiempos estaban cambiando. Nada era como antes. Si el patrón decía, doy de a cinco dólares la hora la macuarriza lo pensaba, incluso en ocasiones rechazaba la oferta. Ahora, el patrón decía doy de a 5 dólares la hora y tenía la fila de gente disputándose el trabajo. Por eso es que había que diversificarse. Dedicarse a otras cosas. Algunas tenían sus peligros, pero ¿acaso no estaba en los Estados Unidos para enfrentarse a cualquier cosa? Todo el que llegaba a California había arriesgado antes su vida; en el río, en el desierto o asfixiándose en una cajuela de auto. Así que acá de este lado, ciertamente la vida no valía nada.
Y no sólo no valía nada para el policía de la migración. Que a la primera sospecha descerrajaba una carga de pistola sobre la espalda desnuda de los mojados. Sino tampoco significaba nada para los Coyotes, paisanos que abandonaban el cargamento en el desierto nomas ventaneaban el más mínimo peligro. ¿cómo se podía tener fidelidad a algo? Ni a la pinche patria. Madre ya no tenía. Un país que expulsa a sus hijos, que los catapulta a una frontera para morir de sed, qué patria va a ser. México lindo y querido si muero lejos de ti, que digan que estoy dormido y que me traigan aquí (que me lleven allá). El pensar en la muerte, en lo cerquita que estaba, lo hizo estremecerse. Cuando él muriera que lo enterraran donde fuera. Toda la tierra es tierra. Cubre los ojos de igual manera. Lo mismo le daba aquí o allá. Él no iba a regresar a su pueblo con los pies por delante. No iba a hacerlo jamás. Para qué volver a una tierra árida y flaca de esperanza. Tomó un puño de arena y lo arrojó con violencia al mar. Tan sólo voy a llevarme un simple puño de arena. Y ni eso. Luego se incorporó de golpe. Los ojos fijos en la presa. La mano derecha sobando la pistola. Avanzaba en línea recta, mientras lo hacía se sintió perseguido. Lobo correteado por la liebre orejona. Perseguidor perseguido. Volteadera de chirrión por el palito. Perseguido por los gringos que nomás lo veían como una mula de carga, mercancía en oferta. Perseguido por los paisanos para quienes era otro competidor más; el hermano incómodo. El alacrán más grande se come al alacrán más chico. Ayy, ayy, el alacrán te va a picar. Perseguido por esos pinches recuerdos que no se apaciguaban. Perseguido por la rabia que le cosquilleaba en el dedo del gatillo. A lo lejos la sombra se puso en guardia. Todo estaba listo para el combate. Las fronteras estaban cruzadas. La luna no colgaba del cielo. La oscuridad se confundía en el horizonte con el agua del mar. Desierto negro. Boca de lobo. Dos lucecitas brillaban mar adentro. El viejo supuso que se trataba de las señales de la plataforma marina. Luceros que guiaban a los barcos perdidos que buscaban buen resguardo en tierra. A él, ya ningún lucero lo guiaba. Los ojos de su Lucero lo conducían a un camino que terminaba justo al borde de un precipicio.
La Casita, Ciudad de México, 31 de julio de 2025.
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