Muros de sed

(De raíces, fronteras y otros espejismos)
En la entrega anterior del capítulo Ventage-ventajas: https://quadratin.com/opinion/muros-de-sed-22/
- Lucero sabe las mismas cosas que el viejo Joaquín. Aunque, después de todo, la infidelidad vista desde el abandono y el exilio, algunas consideraciones deberían de tener. Ya se vería, la suerte estaba echada.
Capítulo XXIII, Wailing-gemido
El Micke acarició el mango de la navaja que escondía debajo de la camisa de seda. Disfrutó el frío del acero. Siempre había preferido las armas blancas. Los fogonazos de las fuscas lo ponían nervioso. Irritable. Sobre todo, lo inquietaba la espera entre el disparo y el momento en que hacía blanco. Nada para el azar. Le gustaba llevar el golpe justamente a donde su mano lo necesitaba. Sentir la mano amortiguada como en sordina de trompeta cuando la hoja de doble filo chocaba con la carne. Eso era el detonador, luego, atinaba perfectamente en cada sitio preciso, los numeraba mentalmente. Bastaban tan sólo dos navajazos para quebrar a cualquier oponente. El primero para distraerlo. Y el segundo, para asestarle el golpe final. Nunca avisaba, no le gustaba alardear, ninguna intimidación, ningún insulto de por medio. Llegaba frente al oponente, le decía buenas noches y mientras lo hacía, con la agilidad de un felino, encajaba su aguijón en la presa. Veneno mortal. Los ojos desorbitados de la víctima apenas se daban cuenta de que estaba sucediendo.
Aprendió a ser diestro con el cuchillo matando puercos los días de fiesta. Todos los jóvenes del rancho sabían hacerlo. Incluso algunos guardaban como trofeos los colmillos de los animales que habían matado. Como bolsa de canicas presumían sus recuerdos de marfil. Así que cuando se acercó la fiesta del pueblo, él sabía que era inevitable que el momento llegara. Pero prefirió olvidarse de todo. Hacer como si nada pasara. Dejar pasar, dejar hacer. Resistencia pasiva. Por eso la sorpresa fue mayor cuando se encontró empuñando un cuchillo de carnicero, mientras su padre le detenía al cerdo para que le clavara la estocada justo en el corazón. Pero no hubo otras. O por lo menos otras veces con tanto sufrimiento. Luego de esa lamentable primera vez, el Micke se preparó intensivamente para acabar con la vida de los animales con el menor dolor posible. Persiguió día y noche al veterinario del pueblo para que le prestara uno de los atlas en los que se mostraba, en cromos de colores impecables, la anatomía del animal. En qué lugar se encontraba cada parte de su cuerpo.
Aprendiendo de memoria las zonas vulnerables jamás podría fallar. El veterinario, que era bastante viejo, le preguntó por qué tanta ansiedad por aprender en qué lugar se encontraban las vísceras del puerco. Es que no me gusta verlos sufrir dijo el Micke.
No hay plazo que no se cumpla ni fiesta que no se baile. El momento esperado llegó. Mientras su padre detenía al cerdo, Micke tomó aire. Se concentró como un sacerdote hebreo y levantó su cuchillo de doble filo. El sol lanzó destellos que deslumbraron a los asistentes, que ya para entonces eran suficientes como para llenar el corral de la familia de Micke. Pueblo chico, chisme grande. Alguien había corrido la voz de lo que iba a pasar aquella mañana.
Cuando el Micke levantó el cuchillo, todos guardaron silencio. No por respeto al animal, eso les valía madres. No, lo que los enmudeció, fue ver aquél extraño cuchillo de doble filo en manos del muchacho enclenque. El cuchillo en todo lo alto, Micke respiraba cada vez más profundo. De pronto, y de un solo golpe, se dibujó en el cuello del animal un collar de sangre. Los ojos del puerco se cerraron, como si durmiera. Ni un solo chillido. El animal estaba muerto. Tal vez entonces empezó a disfrutar de las navajas.
Mientras la brisa marina lo bofeteaba, una sombra se acercaba a lo lejos. No la pudo distinguir del todo. Pero sin duda era la persona que esperaba. Todo plazo se cumple. Es la ley de la vida. Otra vez acarició el mango de la 007, sólo para comprobar que todo estaba listo.
Tianguistengo, sierra hidalguense, 28 de julio de 2025.
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