Muros de sed

(De raíces, fronteras y otros espejismos)
En la entrega anterior del capítulo Murder: https://quadratin.com/opinion/muros-de-sed-13/
- Se cuenta la historia de Marquitos. Un niño purépecha que conoció al viejo Joaquín en la frontera, después de que la Border detuvo al grupo en el que también venían sus padres, que además de cruzar ilegalmente, iban cargados con paquetes de cocaína.
Capítulo XIV, Night-noche
La noche alcanzó a Santa Barbara como el mar a una playa lejana. La luz solar se apagó despacito, mientras el horizonte se fue cubriendo por los ojos indiscretos de las luces artificiales que, a lo largo de las montañas, delataban la presencia de enormes residencias a todo lujo. En State street jamás anochece. Las farolas iluminan las calles amplias que flanquean decenas de aparadores para el turista. Raúl serpenteaba entre las tiendas de música. Manoseó docenas de compactos sin que se decidiera por ninguno. Mientras removía los estuches de plástico, se dio cuenta que era la primera vez que entraba solo a una tienda de discos. Generalmente siempre lo acompañaba Laura. También se percató que buscaba entre los anaqueles de música latinoamericana, que era el sitio preferido de su ex-esposa. Andaba en esos giros, cuando descubrió justo bajo el dintel de la puerta, dudando si entrar o no, a la Lucero. Pantalón de mezclilla a la cadera, blusita blanca de manta y finos huaraches de piel negra. El pelo volando ligeramente por el viento. Luego de la duda, entró para dirigirse directamente a la sección de gruperas. Raúl se movió despacio para no ser sorprendido. No quiso mirarle la espalda, pero fue inevitable, por lo menos esta vez se guardó su detallada descripción. Lucero parecía ensimismada, porque no se percató de lo cerca que estaba Raúl. En sus manos sostenía un disco compacto de Los Halcones de Salitrillo. Mientras miraba la portada lo hacía girar con los dedos imitando la manera en que lo hacen los reproductores de música. Raúl podría jurar que los pies de Lucero se movían llevando el ritmo de la canción que estaba escuchando. Tenerla tan cerca era mucha tentación, así es que Raúl se acercó y con sus manos suaves le acarició el sedoso cabello. Lucero no pareció sorprenderse y le correspondió a Raúl con un beso.
—¿Cómo supiste que era yo? ¿Qué tal que era un gringo que quería abusar de ti?
—¿Ay Raúl, puedo reconocer tu olor a kilómetros de distancia?
—¿O sea que sabías que te estaba espiando?
—Sí, pero no quise interrumpir la visita de tus ojos por donde se acaba mi espalda.
Raúl se ruborizó hasta las orejas. Luego, los dos salieron de la tienda tomados de la mano. Eran colegiales dejando la matinée de los sábados. Luego del beso, Lucero le pidió que la llevara a la Selva. Mientras Raúl se imaginaba Tarzán, supo lo rápido que una muchacha pueblerina puede adaptarse a la vida del gabacho. En su mano derecha Lucero llevaba una bolsa de Victoria Secret. Raúl intentó espiar su contenido antes de responderle. No fue mucho lo que alcanzó a mirar, sólo el encaje rojo de una prenda que mejor no quiso imaginarse.
“Bueno, vamos”, dijo finalmente. “Aunque te advierto que no sé bailar ni con un pie”. Lucero le contestó con la sonrisa de labios jugosos que inmediatamente paralizaba a Raúl. Caminaron largo rato, hasta que un taxi se detuvo para llevarlos a la Selva. La Selva, era una especie de salón de fiestas en el que se presentaban grupos mexicanos para amenizar la noche. Cuando llegaron al lugar, Raúl se dio cuenta, que para comunicarse en un sitio como esos, había que saber leer los labios. El ruido se comía las palabras. Raúl interpretó los labios de Lucero cuando ella se levantó rumbo a los sanitarios.
Desde el rincón en el que estaba colocada su mesa pudo mirar la cara inconfundible del viejo Joaquín que venía llegando a la Selva. El trato amable y solícito del mesero le hizo pensar a Raúl, que no era la primera vez que el viejo se corría una parranda en ese lugar. Eran muchas cosas las que ignoraba Raúl. Luego, llegó Lucero con la boca recién pintada. “¿Te gusta el color?”. “Está bien. ¿Es fiusha?”. “No sea tonto, es rojo carmín y es de Max Factor, me costó un ojo de la cara”. A Raúl no le convenció el color, pero pensó que ante ese precio no podía resistirse a darle un beso a Lucero. El beso se prolongó más de la cuenta y terminó en la pista, que ya se atestaba de borrachos que luchaban por mantener el equilibrio mientras bailaban unas quebraditas. Lucero se pegaba a Raúl. El muslo de él entre las piernas de ella. Una cintura suave queriendo ser apresada. Sin querer, en un lance de Lucero, porque Raúl sólo se dejaba llevar, las manos de él quedaron justo, cada una, tomando las nalgas duras de ella. Lucero se acercó a Raúl. “Bájale pues rulito, para eso son, pero se piden”. Raúl pensó que a él no le gustaba pedir sino arrebatar. Vueltas y vueltas hasta que estuvieron muy cerca de Joaquín y la gringa de carnes flácidas. La cara abotagada del viejo evidenciaba la borrachera que traía. “Mira Lucero, ese es Joaquín, el viejo con el que vivo”. Lucero paró de bailar. Se puso pálida y sus manos mojaron frío las de Raúl. “¿Qué te pasa Lucero, te sientes mal?”. No dijo nada, sólo le apretó fuerte la mano a Raúl y ambos se dirigieron a la salida. Cuando el mesero los alcanzó para que pagaran la cuenta, el viejo seguía buceando entre las montañas de carne, escapando milagrosamente de morir asfixiado.
La Casita, Ciudad de México, 26 de junio de 2025.Libro para préstamo a domicilio en: https://catalog.lib.unc.edu/catalog/UNCb6118809