Muros de sed

De raíces, fronteras y otros espejismos
En la entrega anterior del capítulo Junturas-Join
- Raúl empieza a cortejar a Lucero y la invita a la Guadalupe para celebrar los días españoles.
- En el baile se juntan todos los abecedarios. Lucero, antes de encontrarse al viejo Joaquín, escapa corriendo y deja solo a Raúl.
Capítulo XI, Killer
Llueve en Santa Bárbara; es de esas lloviznas tupidas que golpean los vidrios de la ventana, sin fuerza. Es de esas lluvias que ponen los días fríos y grises. Estoy seguro que si estuviera afuera, cada gota que golpeara mi cuerpo me sacudiría un pedazo del alma.
Llueve afuera y llueve adentro. Afuera, dicen las estaciones meteorológicas que es por la tormenta Erin, adentro me llueve la nostalgia. Estoy a más de cinco mil kilómetros de México y no hago más que pensar en esas pequeñas cosas que ayer me parecían ridículas.
Todo lo que me hace recordar a la patria me lastima. Desde los chiles verdes hasta los tacos de cabeza que venden en cualquier salida del metro de la Ciudad de México. Me ha costado trabajo acomodarme a este sistema de los gringos. Que las calles deben cruzarse sólo por la esquina, que tiene uno que presionar el botoncito rojo del semáforo para tener preferencia de paso en las grandes avenidas, que cuando haces fila te debes colocar por detrás de la línea roja, que se debe separar la basura en la reciclable y en la no reciclable.
Este mundo de plástico empieza a fastidiarme. La comida rápida me da náuseas. Las paredes sin cuadros me provocan la mayor sensación de vacío espiritual que jamás pensé sentir. Hacen falta en los muros fotografías familiares, cazuelas, árboles de la vida, soles y lunas de barro. Aquí las casas son impersonales, todas cortadas por la misma tijera. Construidas de madera con techos a dos aguas, piso de duela y cochera cerrada. Al frente una yardita perfectamente recortada, atrás más pasto y una sombrilla, asador al fondo.
Todo me parece artificial; desde los muebles de la sala hasta los edredones con los que me cubro poco en las noches cálidas. Hacen falta las cosas fabricadas a mano, esos productos donde el artesano deja sus sueños, desventuras y esperanzas. Aquí no hay artesanía. Quizá la mayor artesanía o recuerdo para llevar, si es que estuviera de vacaciones, sería unas toallas, unos calzones, unos tapetes con la bandera de las barras y las estrellas.
Yo digo que aquí la patria como la nuestra no existe; la patria aquí es verde, verde billete como los dólares. Raúl se levanta de la silla que está colocada junto a la ventana, desde donde, si mira uno con atención, se alcanza a ver a lo lejos la brisa marina que ha empezado a cubrir el horizonte. Con una mano aprieta el botón de power de la contestadora.
Luego se escucha una voz infantil desesperada: “Viejo, viejo, soy el Marquitos, la placa me correteó y perdí la mercancía. Necesito hablar con usted porque el Micke ya lo sabe y anda bien bravo buscándome.” Raúl se tumba en el sillón y se hace ovillo. Cierra los ojos para escaparse de todo, incluso para intentar recordar que existe. El teléfono vuelve a timbrar, otra vez Marquitos:
“Padrino, padrino, acaba de llegar el Juan y me contó que se encontró al Micke y que le dijo que donde me agarrara me iba a coser a navajazos.”.
Llanto, tono de colgar en el teléfono.
La Casita, Ciudad de México, 16 de junio de 2025.
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