Las bajas de la ‘batalla cultural’

Las bajas de la ‘batalla cultural’
Ante todo, el asesinato del activista de la nueva derecha ideológica, Charlie Kirk, ha sido una tragedia, un acto injustificable y el cruel reflejo de una dura ruptura idiosincrática en los Estados Unidos.
No importa qué tan burdas, sardónicas y deshumanizantes hayan sido algunas de sus más célebres opiniones (la más famosa irónicamente fue la de justificar las recurrentes muertes inocentes en las masacres de colegios para poder conservar la ley canónica estadounidense de acceso y portación de armas); el arrancarle la vida en el apogeo de su jactancia, manifiesta lo profundo que hienden los odios en una sociedad armada hasta los dientes y entrenada al miedo, a la vanagloria y a la dominación violenta.
Porque más allá de apuntar con el dedo flamígero al perpetrador del disparo y tornarnos psiquiatras de ocasión para explicar los percutores emocionales que condujeron al joven a utilizar su acceso a armas de precisión y su entrenamiento especializado (asesinó a su objetivo con un disparo al cuello a más de doscientos metros de distancia), es urgente hablar justo de los odios expresados sin pudor en la ‘nueva’ política de la famosa ‘batalla cultural’.
En estos días, el caricaturista José María Nieto compartió una viñeta dramática: un personaje camina frente a tres mamparas donde, a semejanza de decretos de la autoridad, se define el listado de los actos que constituyen “delitos de odio”, “odios permitidos” y “odios recomendados”. La denominada “batalla cultural” parece implicar que, sin importar el posicionamiento político de izquierdas o derechas, algún grupo de poder siempre pretenderá definir aquellos actos de desprecio y crueldad que son punibles, los que pueden ser tolerados y los que, incluso a riesgo de ser considerados misántropos, deben ser promovidos como parte de una potencial y flamante “cultura vencedora”.
La paradoja de la “batalla cultural” radica en que se enfoca en definir al grupo en el poder y así marmolizar también la identidad de la autoridad legítima con capacidad y herramientas objetivas para castigar y reprimir a los excéntricos de su sociedad idealizada; pero también porque pretende un estadío posterior de victoria sobre aquellas realidades incómodas para su mirada, donde los “nuevos ciudadanos” alineados a los vencedores estén facultados o compelidos a odiar ciertas identidades (actos que podrían hacer misericordiosamente en silencio o a través de gestos de desprecio, superioridad moral, agresividad o discriminación).
Fuera de la lógica política, la batalla cultural (o lucha, según se perciba el grado de colisión y reivindicación de ideales) debe ser progresiva en sí misma; es decir, que su búsqueda por las altas expectativas del desarrollo y el bienestar colectivo e individual sea incesante; pero, al mismo tiempo, alimentada de un principio permanente: buscar promover la infinita dignidad humana. Este radical sustento es lo que Chésterton definió como camino hacia la ortodoxia: “Nada hay tan peligroso ni tan emocionante como la ortodoxia”.
Es decir, el acto renovado que se oponga permanentemente a la dominación y a las tentaciones autócratas. Y es que, cuando una autoridad se ve socavada –e invariablemente lo será–, ésta suele intentar redimirse empeorándose: “El empeoramiento –apunta Zizek– es un intento desesperado de mantener viva la vieja autoridad”.
Por fortuna, la realidad cultural contemporánea cuenta con diversas fuentes y tradiciones de potencial emancipatorio que pueden enfrentarse a los distintos grados de presentación ostensible del horror; y que deberán hacerlo incluso en la cúspide de su propio triunfo.
Esto es lo que no suele comprenderse en los que reducen la dignidad de las personas a “bajas ineludibles” de una colisión de intereses y de pretendida dominación e imposición hegemónica, a la que desde el eufemismo y la propaganda se le llama “batalla cultural”.
Porque ¿a qué vencedores les daremos el privilegio de definir la virtud, la verdad, la igualdad, el derecho o la noción de pueblo? Y, en la locura de creernos dueños de esas definiciones eternas, ¿sobre quiénes las impondríamos incluso a costa de volvernos sanguinarios francotiradores (moralizadores o ejecutores) de los ‘indeseables’?
El otro camino, para evitar utilizar la muerte de nadie como herramienta de reivindicación ideológica, es comprender la lógica del conflicto, zafarse de la actitud pendenciera o belicosa y tomar partido por las voces marginales a la colisión de soberbias. Solo así, la lucha por un futuro mejor y compartido podrá adquirir nuevas y más amplias connotaciones.
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@monroyfelipe