Juego de ojos
Instrucciones para leer a Jorge
Lo primero que leí de Jorge Ibargüengoitia fueron sus textos periodísticos. Dos veces por semana, en la página siete del Excelsior, encontraba un artículo mal llamado ligero, en el que se recreaba una parte de la vida en México: lo mismo asuntos educativos que transporte urbano, mingitorios públicos, obras viales, transporte aéreo o literatura: temas que pueblan nuestra vida diaria, tan cotidianos que casi no se podía dar crédito a que estuviesen tratados con tanto ingenio y precisión.
Eran textos impecables que revelaban una envidiable alma de reportero, porque los comentarios, el sarcasmo, la nota fina, no eran otra cosa que el resultado de una observación acuciosa del entorno. Pero su ritmo, tonalidad y frescura de vez en vez me provocaban un inquietante déjà vu. Y un día me topé con la respuesta: eran como un eco de las columnas periodísticas del “más triste de los alquimistas”, Jorge Cuesta, la figura intelectual más poderosa e incómoda entre los Contemporáneos e impulsor de la generación de Barandal. Como su tocayo Ibargüengoitia, Cuesta también tomaba la pluma para hablar de los pequeños espacios que insuflan la vida de los pueblos.
Jorge nació en Guanajuato el 22 de enero de 1928 y murió en un accidente de aviación en España hace 42 años este mes. El lugar común nos dice que no murió pues dejó una gran obra, pero me es inevitable sentir cierta nostalgia por lo que ya no pudo escribir. Me he preguntado si en esos instantes finales habría pensado en su propio epitafio. Una calavera que se le dedicara en este mes podría comenzar: Supo que se iba / al atisbar por la ventana / y ver a la Catrina / montada en la cabina / …
Por la puerta del periodismo entré al jardín literario de Ibargüengoitia y ahí disfruté su obra teatral y su narrativa. Conservo las primeras ediciones de Dos crímenes y de Las muertas. Y conservo también, prácticamente intacto, el recuerdo placentero de la lectura de las seis novelas. Ahora viene a mi memoria, como si lo acabase de leer, un texto en el que Ibargüengoitia habla de lo absurda que es la nostalgia, sobre todo la nostalgia gastronómica de los viajeros mexicanos. Cuenta que un mexicano en Los Ángeles lloriqueaba lo mucho que extrañaba a México, y cuánto echaba de menos el tequila, a lo que respondió que eso no era posible, pues en cualquier vinatería se vendían todas las marcas. “Pos sí”, respondió aquél … “¡Pero el limón no sabe igual!”
Dice Christopher Domínguez que “La ironía fue un elemento importantísimo en la literatura de Jorge Ibargüengoitia. De una cosa no hay duda: este escritor obedeció al principio que dice que si un escritor no se divierte con su creación esta no vale la pena, y otra cosa segura es que no se pitorreó de la historia oficial mexicana sólo porque es fácil hacerlo, sino que con tal actitud buscó aclarar muchas características internas y colectivas del ser individual mexicano.
“Es importante destacar”, dice Domínguez, “que para él, el sentido del humor era ‘una concha, una defensa, que nos permite percibir ciertas cosas horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de morirnos de rabia impotente’. Este concepto reafirma la idea de francotirador parapetado en la ironía y dedicado a derribar mitos patrioteros y costumbrismos como en el tiro al blanco. Caricaturista habilísimo, Ibargüengoitia elaboraba arquetipos: del avorazado e inescrupuloso general posrevolucionario en Los relámpagos de agosto, al mismo tiempo caricatura de la novela de la Revolución, al burgués que enfrenta al caudillo convertido en dictador tras luchar contra la dictadura para conservar sus privilegios en Maten al león.”
Muy pocos columnistas en México han recorrido con éxito el sendero humorístico en sus textos. Existe un cierto temor a que se les confunda con cuenta chistes, temor hasta cierto punto fundado, pues somos un pueblo que tiene un gusto especial por los juegos de palabras más poco dado a ver con seriedad el humor. Tengo la certeza de que ese estilo de Ibargüengoitia le era natural, que no hubiese podido cultivar la afectación de muchos “escritores serios”, como también estoy más que seguro de que son mayoría los periodistas y escritores que no podrían, aunque quisieran, escribir con la frescura, el desenfado y la gracia con que lo hacía Ibargüengoitia.
Tratándose de colaboraciones periodísticas, no podemos ubicar a Ibargüengoitia en un género, puesto que se trata de un estilo. Las críticas y las observaciones resultan más penetrantes o demoledoras si van envueltas en una frase ingeniosa o si arrancan al lector una carcajada, como sucede con muchos de sus textos.
Su obra literaria, en cambio, es un torrente de imaginación. Imaginación que se le pone a la vida cotidiana, a una excusa que se convierte en cuento, a una nota periodística que se convierte en novela o a una investigación histórica que deviene en una narrativa ágil y fresca.
Ibargüengoitia no tenía empacho en confesar la enorme influencia de su maestro Rodolfo Usigli, gracias a quien fue dramaturgo y por quien abandonó el teatro, como si este hubiese sido una deidad bivalente de la mitología griega.
“Usted tiene facilidad para el diálogo, dijo [Usigli, en cita de Christopher Domínguez], después de leer lo que yo había escrito. Con eso me marcó: me dejó escritor para siempre … Pero llegó el año de 1957 y todo cambió: se acabaron las becas -yo había ya recibido todas las que existían-, una mujer con quien yo había tenido una relación tormentosa, se hartó de mí, me dejó y se quedó con mis clases, además yo escribí dos obras que a ningún productor le gustaron. (En eso intervino un factor que nadie había considerado: tengo facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con la gente de teatro.)”
Usigli fue su maestro de teoría y composición dramática en la Facultad de Filosofía y Letras (a la que llegó después de haber abandonado la carrera de ingeniería en el tercer año), y era tal la admiración por el maestro y el impulso que este dio a su escritura, que su trabajo literario comenzó con una obra de teatro, de la que se sintió satisfecho por el tibio elogio de Usigli. Varios años y obras teatrales después, Ibargüengoitia decidió abandonar la dramaturgia. Se dice que el motivo principal fue que en una entrevista publicada en México en la cultura, Usigli habló de nuevos escritores de teatro, omitiendo su nombre, él, que era su alumno preferido. Fue un trago amargo para Jorge, quien incluso había obtenido una beca de la Fundación Rockefeller para estudiar teatro en Nueva York. De ahí la dolida frase: “Tenía facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con la gente de teatro”. En este episodio también hay una lección para los maestros, quienes inadvertidamente o a propósito, pueden encauzar el rumbo de la vida de sus alumnos.
Desde el inicio, la obra narrativa de Ibargüengoitia fue merecedora de reconocimientos. Su primera novela, Los relámpagos de agosto, obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1964. Estas ruinas que ves fue galardonada en 1975 con el Premio de Novela Ciudad de México (y como dato curioso, fue publicada con dos finales distintos: uno en la primera edición de la novela y otro posterior modificado para hacerlo más congruente con los personajes). En Estas ruinas que ves y en Las muertas, Ibargüengoitia hace un retrato divertido y fiel de Guanajuato, su tierra natal, a la que convierte en Cuévano, que permite poner de relieve los contrastes entre el campo y la ciudad, la comparación de la vida en la provincia y la gran urbe, donde lo mejor de todo es que ninguna gana, pues la mirada crítica alcanza por igual a las dos.
Varias de las obras de Jorge Ibargüengoitia han sido llevadas al cine: Estas ruinas que ves, Dos crímenes y Maten al león, con resultados que no hacen justicia a las novelas. Quizá la mejor de ellas sea Dos crímenes.
Como reportero lamenté no haber tenido oportunidad de entrevistar a Jorge. Como lector, de vez en vez visito al escritor y al periodista, y siempre descubro en su obra cosas nuevas.
9 de noviembre de 2025
