Juego de ojos

De brontosaurios y lejanas tierras
“Un niño, un trozo de piel de brontosaurio, una tierra remota …”
Así comienza En la Patagonia, la memoria con la que Bruce Chatwin debutó a los 37 años para ocupar un lugar en La República de las Letras … aunque mi querido H.M. aún no se entera. Con este y los libros que siguieron, abrió un nuevo camino en la literatura de viajes, una forma de escribir que sería imitada hasta la saciedad. Javier Reverte recuerda que Chatwin decía que “viajamos literariamente” y para él ser nómada fue obsesión combinada con una poco común solidez literaria, porque “el viaje literario se hace tres veces: al planearlo, al pisar el camino y al escribirlo.”
Otro siglo. Otra geografía. Otro niño corre sobre otra llanura interminable. A su alrededor, los pastos se mecen como olas verdes y los pájaros trazan signos invisibles en el aire. Este niño se llama William Henry Hudson y no lo sabe aún, pero acumula en la memoria los tesoros que un día habrán de convertirse en Far Away and Long Ago, uno de los más deliciosos libros de recuerdos que conozco. Lo dijo Milan Kundera y yo lo suscribo: la nostalgia es la forma más profunda de la memoria. Hudson va crear su obra en la Pérfida Albión, con la tristeza de quien sabe que su patria argentina ya no le pertenece.
Un siglo separó a estos dos escritores británicos que pusieron la mirada en el sur. Chatwin no viaja a la pampa, sino a la Patagonia y su memoria aparece en 1977. Y no lo mueve la nostalgia, sino la curiosidad insaciable del viajero moderno. El viaje de Chatwin es episódico, lleno de encuentros con personajes excéntricos, historias truncas, y leyendas orales que se contradicen entre sí. Hudson presenta sus recuerdos en 1918 y en ellos eleva la experiencia personal al rango de mito.
Donde Hudson ofrece continuidad, Chatwin brinda un mosaico. Son dos maneras de ver el horizonte. En Hudson es lo que se aleja, lo que se pierde, lo que se recuerda. En Chatwin es lo que se persigue, lo que se busca, lo que nunca se alcanza ... Pero ambos coinciden en que el paisaje no existe sin relato. La pampa de Hudson es inseparable de su prosa. La Patagonia de Chatwin sólo se vuelve inteligible a través de las historias que allí escucha.
De El último encuentro de Sándor Márai tomo una estremecedora reflexión que parece escrita con estos dos personajes en mente: “También existen instantes en que no es de noche ni de día en los corazones humanos, instantes en que los animales salvajes salen de su escondite, de las madrigueras del alma, y en que tiembla en nuestro corazón y se transforma en movimiento de nuestra mano una pasión que hemos tratado en vano de domesticar durante años … durante muchísimos años … Todo ha sido en vano: hemos negado, sin la menor esperanza, el sentido de esta pasión, incluso a nosotros mismos, pero el contenido real de la pasión era más fuerte que nuestros propósitos, y la pasión no se ha disipado, sino que ha cristalizado”.
El 18 de enero de 1989 Bruce Chatwin murió de Sida en un hospital del sur de Francia. En su lecho de muerte exclamó: “He visto las puertas plateadas del paraíso”. Murió a la una y media de la tarde. No había cumplido 50 años. Era un miércoles.
Una carroza con cortinas de satén dorado y estrellas azules transportó su cuerpo macilento a un crematorio cerca de Niza y ahí un sacerdote griego ortodoxo que arbitraba un partido de fútbol en un campo cercano ofició una misa antes de que los restos fueran colocados en el horno. Salman Rushdie acompañaba al cortejo. Durante la cremación recibió la noticia de que había sido declarado blanco de una fatwa. Fue su última aparición pública en muchos años.
Tres semanas más tarde Elizabeth Chatwin y Paddy Leigh Fermor llevaron las cenizas de Bruce a Grecia y las depositaron, con una libación de vino, al pie de un olivo en el huerto de una capilla bizantina consagrada a San Nicolás y después almorzaron a la sombra del árbol. Así encontró reposo aquel hombre de intensos ojos azules, apuesto como gacela y dado a la melancolía, seductor de mujeres y hombres, incapaz de permanecer en un mismo lugar, que un día abandonó su vida inglesa para irse a vivir al Sudán y convertirse en uno de los más extraordinarios peregrinos y escritores del siglo. Su vida atormentada, juzgó Salman Rushdie, fue un constante escapar de la bestia que llevaba dentro.
La vida sentimental de William Henry Hudson estuvo marcada por la discreción. Se casó con una modista sencilla y reservada con quien no tuvo hijos. Confesaba que su verdadera pasión era la naturaleza, pero sabemos que en su juventud pampeana tuvo amoríos con mujeres criollas, recuerdos que nunca dejó por escrito, pero que se adivinan en las figuras femeninas de sus libros.
Dejar Argentina fue su gran duelo. Cuando viajó a Inglaterra en 1874, fue con la esperanza de formarse, pero llevaba a cuestas la nostalgia de la pampa que ya no volvería a ver. Esa ausencia se convirtió en una herida permanente y en el motor de su escritura más intensa. En Londres vivió en la pobreza. Sobrevivíó con colaboraciones en revistas y traducciones. Escritores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford y Edward Garnett lo admiraron, aunque siempre fue más apreciado por los poetas y novelistas que por los críticos académicos. Murió en Londres en 1922. Su epitafio dice: “Amaba los pájaros y los campos verdes, y el viento en el páramo, y veía el brillo de la túnica de Dios.”
Bruce Chatwin fue un misterio y una luz para sus cercanos. Susan Sontag comparó su encanto con el de Jack Kennedy. “No es sólo belleza ... es una luminosidad, es algo en la mirada ... ¡y fascina a ambos sexos ...!”
Nicholas Shakespeare lo conoció en su estudio de Eaton Place en donde una bicicleta estaba recargada en la pared y un libro de Flaubert tirado en el suelo. “Era más joven de lo que había imaginado, con aspecto de refugiado polaco, anoréxico, pantalones anchos, pelo gris rubio, ojos azules, facciones afiladas ... y no dejó de parlotear desde el momento en que ingresé a su pequeña habitación. En minutos me había dado el teléfono del rey de la Patagonia, el del rey de Creta, el del heredero del trono azteca y el de un guitarrista de Boston que se creía Dios”.
Chatwin y Hudson, dos escritores que se inspiraron en brontosaurios y en una tierra concreta y a la vez impensable en su verdadera dimensión.
Dos libros: In Patagonia … Far Away and Long Ago.
14 de septiembre de 2025