El fuego de la comunicación; arder en el espacio digital
 
                                  La semana pasada tuve la oportunidad de participar en un encuentro nacional de comunicadores y periodistas que se realiza cada año en octubre. Desde hace algún tiempo, los vertiginosos avances tecnológicos en el ámbito digital han acaparado la atención de los profesionales de la comunicación. Es lógico, porque ahí es donde se encuentran tanto las audiencias individuales como colectivas; en este espacio digital se hallan las nuevas masividades disfrazadas de elecciones personales; y ahora, gracias al control algorítmico, el colosal vertedero de data en la red se ha convertido en la piedra de toque donde se confirman los sesgos informativos de la humanidad entera.
Para no caer en el pesimismo, hay que recordar que cada herramienta de comunicación utiliza su propio lenguaje y sus particulares mecanismos de funcionamiento; y esas son sus propias fronteras: la alfabetización de cada instrumento interno de comunicación no lo hace una sinfonía de verdad, aunque se acerque bastante. Al mismo tiempo, cada nuevo espacio virtual con su ya asumida y naturalizada vida digital (tan real y contingente como la del mundo terrenal) obliga a reflexiones no sólo amplias sino profundas.
En ese mundo saturado de información y pocas cartas de navegación claras, cunden dos fenómenos –aparentemente distintos pero idénticos en su drama– entre los creadores de contenidos comunicativos y periodistas: la hiperproducción incesante e inconsecuente de productos o la paralización sensorial ante la abrumadora y oceánica marquesina digital. En ambos casos, el drama consiste en que lo basto o lo exiguo se diluyen igualmente en el maremagnum de un universo incontenible pero paradójicamente contenido en un puñado de empresas que determinan los mandamientos comunicativos de sus hordas.
Por ello, ante los audaces comunicadores que buscan sembrar algo de humanidad en ese frío océano de bytes, compartí un par de pensamientos que provienen de la antigüedad, de los padres y madres del desierto para quienes las estructuras sociales de su época (la ciudad, la familia, el estado, el orden público, la ciudadanía, el mercado o el comercio) parecían complejizarse al grado de silenciar la voz de la conciencia, de la trascendencia y del sentido de vivir, del ser.
Un discípulo del asceta José de Panefo acude a la cueva del ermitaño para preguntarle qué puede hacer si ya todo lo ha hecho y todo lo ha intentado. Panefo le responde: “Si quieres hazte como el fuego”. Otro discípulo llega con el abba José para quejarse de que acudió a su líder espiritual para recibir palabras de sabiduría pero sólo recibió palabras “vulgares e intrascendentes”; el monje le recomienda que no escuche las palabras sino el mensaje y que la forma de hacerlo es agitando las frases hasta que se caigan las palabras “y lo que quede será un ascua que incendiará tu conciencia”.
La primera historia conmina a transformarse cuando ya se hayan agotado las técnicas y estrategias, cuando aparentemente ya no haya labor concreta, entonces habrá que seguir ardiendo; la segunda historia pide que no nos quedemos con las palabras (ahora que vivimos en la hipertrofia vulgarizada del discurso supermasivo) sino que reconozcamos los incómodos mensajes que subyacen, que se esconden detrás de los filtros y las tendencias, de las modas y los estilos. Si en esta época, la conexión digital masiva produce un universo cómodo de técnicas y productos, estamos obligados a mirar que, paradójicamente, se ha engendrado una epidemia de aterimiento, pasmo, aislamiento, manipulación y falsedad; y si esta época nos promete una conexión instantánea, también nos amenaza con la desconexión auténtica.
Los desafíos son enormes: el aislamiento personal en medio de una multitud conectada genera graves vacíos emocionales; la manipulación a través de la desinformación transforma la realidad social; el control hegemónico de los algoritmos moldea lo que vemos y pensamos; el flujo infinito de estímulos fragmentados provoca la pulverización de la conciencia; y el privilegio mediático del grito pendenciero sobre el diálogo crea una farsa de polemización así como el miedo a la confrontación de realidades contrastantes.
El modelo de comunicación que desarrollaron los monjes del desierto parece llamarnos con una sorprendente actualidad: Es necesario purificar el corazón como primer paso para hallar una palabra verdadera; es preciso reconocer al silencio como ese espacio de acogida antes de dar cualquier tipo de respuesta precipitada; es deseable practicar la escucha activa porque ahí es posible buscar genuinamente al otro; y debemos ponderar que detrás de las palabras hay un mensaje que escuece y que nace de la reflexión profunda.
En medio de la fascinación por las herramientas digitales hay que reconocer que cada tecnología conlleva ciertos valores; los dispositivos no son neutrales, reflejan la visión del mundo de quienes las crean y determinan los mecanismos con los que desarrollan y modifican las comunidades donde se insertan. Por ello, la opción humanista se encuentra en el uso de las mismas de forma creativa y pungente (ser como el fuego, reconocer el fuego) para sembrar la veracidad, la comprensión y servicio, especialmente a quienes más lo necesitan.
Director VCNoticias.com
@monroyfelipe
 
						
					 
	 
	 
	 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
