Abanico
Falsa adversidad
¿Competitividad o colaboración? Esa es una disyuntiva profundamente anclada en la mentalidad profesional, incluso cuando se alienta el trabajo en equipo. Existe un individualismo pertinaz y una noción silente de que el éxito no se comparte, sólo aparece como una política correcta en los discursos de éxito.
Pero tal vez, los paradigmas añosos deben cambiar.
Aunque la competitividad es parte de los grupos de trabajo, cada vez detectamos que cooperar es parte de la actuación, lo admitamos o no. Los mejores grupos son aquellos en los que los miembros sacan lo mejor de los demás, no aquellos que se jactan de tener una sola estrella.
Incluso, el brillo personal está correlacionado a lo que logran los demás, aquellos que forman parte del equipo en el que participamos.
La razón se debe a que las personas ven lo que hacen sus compañeros de equipo y tratan de estar a la altura. A menudo es por ver a alguien hacer algo que no sabías que era posible y luego aprender un poco sobre cómo hacerlo tú mismo, o simplemente inspirarte para intentarlo. En los mejores grupos, hay enseñanza y aprendizaje mutuos, donde las personas mejoran como consecuencia de estar juntas en este grupo.
Eso ocurre en la familia, también en el trabajo.
Evolutivamente, rehusamos el ostracismo. Cuando nuestro grupo es conformista asumimos que “encajar” implica ralentizar acciones y decisiones. Lo mismo ocurre a la inversa: constantes innovaciones y propuestas válidas sugieren que el aporte personal debe estar a la altura. En la prehistoria, ser expulsado de un grupo era una cuestión de vida o muerte. Y de maneras menos dramáticas reaparece en la era digital. La emulación implica ser o no parte de un grupo.
La presión social puede “apagar” iniciativas o a generar un alto estrés en el desempeño.
Esto cuando el entorno es normativo, competitivo o vigilante, porque puede sofocar la espontaneidad, creatividad o el deseo de actuar. Aquí, “apagar” quitarle sentido o cortar el flujo simbólico que da vida a una acción. En este entorno, el estrés no es solo fisiológico, sino también existencial: tensión ante la mirada del otro que exige, mide o compara.
Los mejores grupos utilizan la seguridad psicológica para evitar este tipo de presión de conformidad disfuncional o competencia feroz, en la que no compartimos lo que sabemos o nuestras perspectivas únicas. La seguridad psicológica significa tener la sensación de que está bien hablar, hacer preguntas cuando no sabes algo, pedir ayuda cuando la necesitas, admitir que cometes errores.
La competencia, cuando es digna y ritualizada, puede ser una forma de excelencia compartida. No se trata de vencer al otro, sino de crecer junto a él. La colaboración, entonces, no excluye la exigencia, sino que la transforma en impulso mutuo. En este marco, la competencia deja de ser amenaza y se vuelve ceremonia de reconocimiento.
