Abanico

Soledad, la paradoja más antigua.
El concepto de soledad es contradictorio, profundo y ambiguo. Aparece como una ruta sinuosa sin finales, zigzagea entre el reencuentro con el yo verdadero y al mismo tiempo es la huida del otro, como si aquel nos bloqueara a la verdad
La soledad no es ausencia. Es una presencia radical. Aparece cuando el ruido se retira y quedamos frente a lo que somos…o a lo que tememos ser.
También es búsqueda. No es que queramos estar solos. Es que, a veces, necesitamos despojarnos de las voces ajenas para escuchar la propia. La soledad es el laboratorio del yo. Ahí se fermenta la identidad, se decanta el deseo, se revela el miedo.
Pero la noción de soledad tiene una cauda visible de ansiedad. Y muchas veces resulta insoportable porque nos enfrenta con el vacío, con las preguntas sin respuesta, con el espejo sin maquillaje. La soledad genera ansiedad porque nos desinstala. Nos obliga a dejar de actuar y empezar a habitar. Y a veces eso duele…
La soledad también es parteaguas entre un antes, pletórico de inconciencia, y una realidad que nos deslumbra momentáneamente y hay un algo que se rompe. No es la conexión con los otros, sino la ilusión de que podemos vivir sin conocernos. La soledad, entonces, es el umbral del reencuentro y al unísono, el faro de una ruta que no todos quieren seguir.
Aparece entonces la soledad como huida.
Paradójicamente, cuanto más nos acercamos a nosotros mismos, más difícil se vuelve escuchar a los demás. La soledad nos vuelve inaccesibles. No por arrogancia, sino por profundidad. Como quien ha buceado tan hondo que ya no sabe cómo volver a la superficie.
En cualquier caso, la soledad no es un castigo. Es una travesía. Y aunque muchos la rehúyen, quienes se atreven a recorrerla descubren que no estaban solos, sólo esperaban encontrarse. Y ese momento estará lleno de revelaciones y de un gozo indescriptible al mirar la propia unicidad y encontrar que todo, siempre, estuvo lleno de sentido.
Así hilvanó “Cien años de soledad”, navegó en “El viejo y el mar”, permeó la metamorfosis de Kafka y guió a Joseph Conrad a El corazón de las tinieblas. Y luego, sin miramientos guió a Sartre a través de La náusea.
En la plástica invadiría La mujer en la ventana de Dalí y la mostraría, cruda y contundente en Nighthawks de Edward Hopper.
Y hoy, hoy está aquí, rudimentaria y rotunda en un abrazo que no esquivo. Revolotean en la memoria fantasmas e hilachas de lo vivido.
Pragmáticamente, se requiere soledad para albergar nuevas ideas, quedar desprovistos de sesgos, crear cosas nuevas y escuchas preceptos olvidados que se vuelven nuevos.